martes, 21 de abril de 2015

Crítica en Librújula

SUEÑOS DE ARENA Y PIEDRA 
Michel Vieuchange murió por ver Smara, 
texto FRANCISCO LUIS DEL PINO OLMEDO

Hay viajeros que ponen su vida al servicio de un sueño y llegan hasta el fin. El francés Michel Vieuchange sintió una atracción irresistible por la legendaria ciudad santa de Smara, en el Sáhara Occidental, y se propuso llegar a ella. “Ver Smara y morir” (Laertes) recoge las notas del duro viaje que emprendió y de su consecución.

Habría que preguntarse si, cuando los sueños se convierten en obsesión, el resultado de perseguirlos no acaba en pesadilla. Muchos exploradores y temerarios viajeros han dejado sus huesos en esa hermosa locura preñada de peligros y dificultades, donde la voluntad se enfrenta cara a cara desafiante al reto, sin importar el precio a pagar. ¿Qué impulsa a los hombres a ir más allá de toda prudencia? Cada uno tendrá su motivo pero, sin ellos, las rutas del mundo serían líneas insulsas en un mapa. Y el ejemplo de ese atrevimiento ha quedado cartografiado con sus emociones como legado.
De ese magnetismo por un objetivo lejano, y por tanto romántico, se enamoró un joven aventurero que, con la ayuda de su hermano Jean como refuerzo en la retaguardia, se batió con el desierto tras las huellas de un sueño para conseguir alcanzarlo en el año 1930. Lo sorprendente es que el caso de Smara es distinto, pues, aunque envuelta en un halo de leyendas y misterio, ya había sido visitada por una columna francesa durante breves horas en una operación militar en 1913, y por lo tanto no era del todo desconocida. Sea como fuere, Michel Vieuchange resolvió empeñar todas sus fuerzas en hollar la capital de los llamados Hombres Azules de Río de Oro, fundada por el jeque Ma el-Ainin a finales del siglo XIX, y dejar constancia de su presencia allí.
En un viaje infernal a través de la hamada (desierto de piedra y arena), acompañado de varios nativos, Vieuchange se dejó jirones de salud. Disfrazado de mujer casi todo el tiempo, viajó escondido en un capazo, a veces envuelto en esteras y doblado sobre diferentes monturas, para ocultarlo a los ojos hostiles de las tribus enemigas de los europeos, sobre todo de los franceses. Desanimado a veces, y otras sintiéndose incapaz de seguir adelante, consiguió llegar a la olvidada ciudad santa del desierto. Allí sentirá una enorme emoción al tener frente a él su meta, que contempla por un largo momento; mira las casas medio destruidas y vacías por el abandono casi absoluto desde hace años. El único verdor que alivia sus ojos cansados de tanta aridez son las palmeras erguidas a lo largo del ued.
Recorre la ciudad redactando mentalmente una crónica de cuanto observa, y después escribe una nota de la aventura llevada a cabo “conjuntamente” con su hermano –puntualiza–, encargándose cada uno de su tarea: Jean como apoyo logístico (en Marruecos), y de socorro en caso de ser necesario, y él mismo “entrando en el oasis el uno de noviembre de 1930”. Introduce la nota en un frasco con tapón de vidrio esmerilado y lo esconde echando tierra y algunas piedras encima. Rápidamente levanta el plano de la ciudad y toma varias fotografías. No da tiempo para más, los gritos de alerta de sus acompañantes, ante el peligro de hombres que se acercan a Smara, interrumpen su reconocimiento. Casi a empujones lo meten de nuevo en los mimbres y de esta guisa salen huyendo. Ni siquiera ha podido echarle un último vistazo a la ciudad, se queja en sus notas. Solo ha estado tres horas en el interior del sueño, pero lo ha hecho realidad, y ha dejado pruebas de su paso.
El regreso es mucho peor que la ida; con la salud muy deteriorada por la disentería, y el miedo a que le entreguen para cobrar la recompensa que ofrece el caíd Madani por todo europeo que se aprese en el territorio. Los camellos mueren de agotamiento, y hay que hacerse con otros; débil y muy enfermo conseguirá llegar al poblado de Tiguilit y enviar una nota a Jean en Mogador solicitando ayuda. Se cita con él en Tiznit, desde donde fue trasladado en avión al hospital de Agadir. Morirá pocos días después.
Si Ver Smara y morir es una excelente crónica de viajes, dramática y emocionante, el libro se enriquece además con una larga introducción del periodista Pablo-Ignacio de Dalmases, especialista en temas saharianos, sobre la figura de Ma el-Ainin, el fundador de Smara; la ocupación española de la zona en 1934 y la posterior historia de la ciudad. Se corrige también un dato importante que la historia oficial (francoespañola) ha dado por cierto durante muchos años: que la columna de castigo del teniente coronel Mouret que entró en Smara en persecución de guerreros nómadas que habían masacrado en un raid a una fuerza francesa no destruyó la ciudad en represalia, tan solo causó algunos destrozos. Igualmente se aprecia la esmerada traducción y las notas del saharaui Larosi Haidar. Un libro estimulante y bello que se publica por primera vez en español.

Los saharauis llevan cuarenta años de espera sostenidos por el sueño de la recuperación de su país. Han luchado y muerto en el combate por su identidad; han sufrido prisión y torturas por Marruecos tras el vergonzoso abandono de España en 1976, pero siguen irreductibles en su sueño. Tanto en los campamentos de la inhóspita hamada argelina de Tinduf, como en todo el territorio ocupado, el sueño de libertad sigue venciendo a la dureza de las circunstancias. 

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