Manuel Rodríguez Rivero habla en «Babelia»
(El País, 29.03.2014)
sobre la concentración editorial (reproducimos el fragmento) Ilustración de Max
Tuve el privilegio de trabajar en Alfaguara en una época de cambios cruciales en la edición española,
cuando ya estaban en marcha en nuestro país los procesos de concentración que
se habían iniciado a mediados de los ochenta en los centros mundiales de las
industrias de contenidos. No
fue una época fácil para los editores: los anticipos se disparaban; el agente
literario se había convertido —y con razón— en el tercer miembro de un mènage que
venía a poner punto final al ventajoso idilio (para el primero) entre el editor
y el autor; los autores —que habían descubierto las posibilidades del mercado—
abandonaban su anterior sedentarismo editorial por un transfuguismo refractario
a establecer fidelidades incondicionales; el editor —más allá de los mitos de
una imaginaria edad de oro en que podía publicar lo que le apetecía— debía
someterse al implacable juicio de la cuenta de resultados y al diktat de
planes estratégicos en cuya confección tenía voz, pero tan escaso voto que
acabó por refugiarse en la mudez; los incipientes departamentos de
mercadotecnia comenzaban a revelar el nuevo rostro del poder editorial,
mientras la progresión geométrica en la producción de títulos (17.727 en 1975;
30.127 en 1982; 50.644 en 1992) imponía una especie de darwinismo libresco en
el que los más débiles en términos de
ventas debían dejar paso rápidamente en las mesas de
novedades a los más fuertes: los bestsellers. En
medio de esa frenética rotación, el fondo editorial, antigua razón del
prestigio de los sellos, se esfumaba ante nuestros ojos, al tiempo que los
nuevos managers que aterrizaban en la edición procedentes de otros
sectores (conocí a uno que provenía de una compañía famosa por sus bayetas)
traían consigo un nueva noción del éxito que podría formularse así: tanto
vendes, tanto vales. No, no fue una época fácil, pero si vuelvo la vista atrás,
no creo que nunca me haya sentido profesionalmente tan vivo como entonces, tan
estimulado por los autores, tan atento a todo lo nuevo que se publicaba aquí y
allá, tan dispuesto a creer en el futuro de la edición “cultural”, cualquier
cosa que eso signifique. Sí: por todo eso (aunque no solo) la venta de
Alfaguara a Penguin
Random House, no por esperada menos sorprendente, ha
removido una parte aún muy presente —a pesar de los sucesivos avatares del
sello— de mi historia personal. Lo otro también me importa, claro. La venta de
uno de los más prestigiosos sellos literarios del mundo hispánico deja la parte
mollar del mercado de la ficción en los países hispanohablantes en manos del
duopolio Planeta / Penguin Random House: dos grupos —ambos
reestructurados recientemente con vistas a sucesivas adquisiciones—
propietarios en bloque de ochenta y tantos logos editoriales, y que van a
controlar, como mínimo (extrapolo datos de 2012, que incluyen los de
Alfaguara), el 80 % de los títulos más vendidos y de los autores más leídos.
Sí, ya sé que hay tejido editorial suficiente: quedan los grupos del segundo
escalón, las editoriales independientes medianas y la pléyade de pequeñas y
diminutas, pero pásense por las librerías y comprobarán que la presencia de
esos ochenta y tantos sellos resguardados bajo los dos más grandes paraguas
empresariales de la edición es absolutamente apabullante, sobre todo en el caso
de la ficción, que sigue siendo la reina del negocio. En fin, eso es lo que
hay. Ahora a ver quién mueve ficha, porque no crean que la partida se ha
acabado y que Gargantúa y Pantagruel han calmado su hambre.
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