lunes, 31 de marzo de 2014

Manuel Rodríguez Rivero habla en «Babelia» 
(El País, 29.03.2014) 
sobre la concentración editorial (reproducimos el fragmento) Ilustración de Max

Tuve el privilegio de trabajar en Alfaguara en una época de cambios cruciales en la edición española, cuando ya estaban en marcha en nuestro país los procesos de concentración que se habían iniciado a mediados de los ochenta en los centros mundiales de las industrias de contenidos. No fue una época fácil para los editores: los anticipos se disparaban; el agente literario se había convertido —y con razón— en el tercer miembro de un mènage que venía a poner punto final al ventajoso idilio (para el primero) entre el editor y el autor; los autores —que habían descubierto las posibilidades del mercado— abandonaban su anterior sedentarismo editorial por un transfuguismo refractario a establecer fidelidades incondicionales; el editor —más allá de los mitos de una imaginaria edad de oro en que podía publicar lo que le apetecía— debía someterse al implacable juicio de la cuenta de resultados y al diktat de planes estratégicos en cuya confección tenía voz, pero tan escaso voto que acabó por refugiarse en la mudez; los incipientes departamentos de mercadotecnia comenzaban a revelar el nuevo rostro del poder editorial, mientras la progresión geométrica en la producción de títulos (17.727 en 1975; 30.127 en 1982; 50.644 en 1992) imponía una especie de darwinismo libresco en el que los más débiles en términos de ventas debían dejar paso rápidamente en las mesas de novedades a los más fuertes: los bestsellers. En medio de esa frenética rotación, el fondo editorial, antigua razón del prestigio de los sellos, se esfumaba ante nuestros ojos, al tiempo que los nuevos managers que aterrizaban en la edición procedentes de otros sectores (conocí a uno que provenía de una compañía famosa por sus bayetas) traían consigo un nueva noción del éxito que podría formularse así: tanto vendes, tanto vales. No, no fue una época fácil, pero si vuelvo la vista atrás, no creo que nunca me haya sentido profesionalmente tan vivo como entonces, tan estimulado por los autores, tan atento a todo lo nuevo que se publicaba aquí y allá, tan dispuesto a creer en el futuro de la edición “cultural”, cualquier cosa que eso signifique. Sí: por todo eso (aunque no solo) la venta de Alfaguara a Penguin Random House, no por esperada menos sorprendente, ha removido una parte aún muy presente —a pesar de los sucesivos avatares del sello— de mi historia personal. Lo otro también me importa, claro. La venta de uno de los más prestigiosos sellos literarios del mundo hispánico deja la parte mollar del mercado de la ficción en los países hispanohablantes en manos del duopolio Planeta / Penguin Random House: dos grupos —ambos reestructurados recientemente con vistas a sucesivas adquisiciones— propietarios en bloque de ochenta y tantos logos editoriales, y que van a controlar, como mínimo (extrapolo datos de 2012, que incluyen los de Alfaguara), el 80 % de los títulos más vendidos y de los autores más leídos. Sí, ya sé que hay tejido editorial suficiente: quedan los grupos del segundo escalón, las editoriales independientes medianas y la pléyade de pequeñas y diminutas, pero pásense por las librerías y comprobarán que la presencia de esos ochenta y tantos sellos resguardados bajo los dos más grandes paraguas empresariales de la edición es absolutamente apabullante, sobre todo en el caso de la ficción, que sigue siendo la reina del negocio. En fin, eso es lo que hay. Ahora a ver quién mueve ficha, porque no crean que la partida se ha acabado y que Gargantúa y Pantagruel han calmado su hambre.

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