martes, 9 de octubre de 2012

«Selva de culturas», de Luis Pancorbo, según Mariano López [revista Viajar]


Nos gusta mucho publicar esta reseña de Selva de culturas, de Luis Pancorbo, que apareció en el número 400 de la revista Viajar. La escribe el director de la misma, Mariano López, a quien felicitamos por este aniversario!


La selva ilustrada, por Mariano López


Celebro los 400 números de VIAJAR leyendo el nuevo libro de Luis Pancorbo, Selva de culturas, que es la suma de muchos viajes, varias vueltas al mundo, y que lleva en la portada, no creo que por azar, la fotografía de un pastor nómada. En Pancorbo late un impulso nómada, el mal de los grandes viajeros: necesita viajar, no acaba de regresar de un viaje cuando ya empieza a sentir la urgencia del siguiente. Viaja ligero, con la lupa, el salacot y la red del entomólogo, el equipaje requerido para adentrarse en los shabonos de los yanomami, las manyattas de los maasai, los iglús de los inuit o las lisigas de los tobriandeses. Para entrar y curiosear. Ver de qué extraña madera está hecho el género humano, con qué colores y geometrías imagina lo que ignora, lo que desea y lo que teme, y cómo lo llama, cuál es la palabra elegida que abre Sésamo y permite ver los tesoros de la cueva, sean sombras o ideas.
Su nuevo libro, Selva de culturas, recoge muchos resultados de esa búsqueda: nombres cazados en culturas antiguas y modernas –“los nombres”, dice Pancorbo, “son anteriores a las cosas”–, un diccionario de palabras que, en su mayor parte, revelan maneras de ser y de pensar que pueden parecernos extrañas pero que han nacido de nosotros mismos, del ser humano. Podemos leerlas por su orden, que por ser alfabético no escapa al azar –antes, al contrario–, saltando de  una a otra, como en el juego de la rayuela, o tratando de agruparlas por algún indicador de afinidad. Son muchas, por ejemplo, las que hablan del más allá. Entre ellas, pairidaeza: una palabra persa que significa “jardín vallado” y de la que procedería “paraíso”. La entrada le sirve a Pancorbo para recordar que “cada cultura tiene su paraíso” y para recoger una de las más antiguas y precisas descripciones del Edén que aguarda a los creyentes: “La antigua escuela de teólogos de Isfahan dice que en el Más Allá cada uno de los elegidos poseerá un palacio, que a su vez contendrá 70 palacios, cada uno de 70 apartamentos(..,); en cada apartamento habrá un diván cubierto de 70 alfombras y rodeado de 40.000 sillas doradas; (en ese palacio) el número de mujeres que le corresponderá al justo varía entre 2 y 70.000”. 
En los campos del sexo, el bien, el mal, la muerte y la magia nacen con sobrada facilidad las palabras que retumban en esta selva de culturas. Xvarnah remite a la luz gloriosa, el concepto máximo del zoroastrismo, seguido por los parsis. Idáhadu es el fluido del que está hecho el odio, según los garífunas. Nebiros es uno de los nombres del diablo, Soriben, pero escrito al revés para escapar a sus 777.777.777 tentaciones. Belcebú era el nombre del maligno preferido por Daniel Defoe, el autor de Robinson Crusoe, quien sostenía que el auténtico diablo ayudó a los españoles, ya que solo así se podían explicar la conquista de México o la de Perú.
La selva acoge más palabras relacionadas con el mal. “Bailadora” es el nombre, en Nicaragua, de la esposa del diablo: a las afueras de Matagalpa hay una estatua que está dedicada a la Bailadora, sometida por su maldad al suplicio del orgasmo eterno. Los “Bethlemitas” podrían vindicar su nombre en la historia universal de la infamia: fueron acusados de sacamantecas, de extraer órganos de los indios para alimentar la botica de Su Majestad.
Abundan, también, las palabras que hablan de objetos, animales o conjuros que obligan a manifestarse a los dioses o cambian, por un instante, la propia lógica del mundo. Que no siempre es racional. Algunos cheyenes, explica Pancorbo, adoptaban el papel de contrarios. Cuando los indios contrarios decían que sí era que no. En la película Pequeño Gran Hombre aparece un guerrero que cabalga mirando hacia atrás, se lava con arena y se seca con agua: era un contrario.
En la selva de culturas surgen fieras fantásticas, como la corrupia, piedras para manipular los sueños, seres fabulosos que se transforman en canguros cuando huyen, bebidas sagradas, dioses del vudú y fetiches a los que se interroga porque sirven para la adivinación. Hay reinos míticos, como Xembala o Zhifu, la isla de los inmortales. También números: las siete trompetas del Apocalipsis, los nueve orificios del cuerpo humano o las diez emanaciones de Dios, los sephirot. El libro dispara, con cada entrada, la imaginación, a pesar de que no trata de ficciones sino de representaciones de los hechos: palabras convencidas de haber nacido para dar nombre a una realidad. Algunas lejanas, como omu, el tótem de Nueva Guinea que es adorado aunque no sea un dios, ni un espíritu, ni un antepasado; y otras cercanas, como gaueko, el genio vasco que unas veces se aparece como una vaca y otras como un león. Todas tienen mucho en común porque hablan del mismo sujeto: el ser humano. No hay distancia que valga: “Lo que más se parece a un hombre –afirma Luis Pancorbo– es otro hombre”. Con la lupa, el salacot y la red, Pancorbo ha recogido en sus viajes tantas perlas como para formar una nueva joya: Selva de culturas.

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