lunes, 23 de septiembre de 2013

Jesús Palacios habla de Opper y su Happy Hooligan en la revista web Literarias

Placeres primigenios
Una nota sobre los orígenes del cómic
Por Jesús Palacios 
 
Cada vez veo más y más cine mudo. Cada vez me gusta más y más y, naturalmente, cada vez entiendo mejor aquello que le decía Hitchcock a Truffaut de que muchos directores modernos deberían ver bastante más cine mudo y aprender de él. Nuestra mala costumbre de pensar en términos de un progreso lineal, a menudo, cuando no siempre, tan ficticio como viciado, tiende a crear en la mentalidad general (y no tan general) la impresión de que artes y medios de masas, populares y comerciales al tiempo, dependen de la progresión tecnológica para su mejora y disfrute. Nada más lejos de la realidad. Lo nuevo no siempre es mejor, la cantidad rara vez emula a la calidad y, sobre todo, parafraseando (mal) a Lewis Mumford, ningún recipiente debería evolucionar más deprisa que su contenido. Que es exactamente lo que ocurre en nuestra delirante sociedad de consumo. Ni el cine actual (en 3D o 4D, con efectos digitales o analógicos, sistemas de grabación y reproducción ultrasofisticados y, en general, una perfección tecnológica indescriptible, que va desde lo más pequeño –el microchip- a lo monumental –las megapantallas de los multicines en los centros comerciales) es esencialmente distinto ni mucho menos mejor que el de nuestros mudos ancestros, ni la literatura o la música de hoy, por mucho que quepa toda su historia en un disco duro o una unidad de almacenamiento diminuta, son por ello mejores que las de otros tiempos. No entraré en polémicas sobre si son peores, pero habría que revisar seriamente, al menos entre académicos, críticos y demás supuestos especialistas culturales, esta blasfema sensación reinante de que hoy las Artes –cultura, pero sobre todo negocio- viven un momento de esplendor, simple y llanamente porque podemos almacenarlo todo, reproducirlo todo, y copiarlo, comprarlo, venderlo o piratearlo todo, más y mejor que nunca.  
» Lo nuevo no siempre es mejor,
la cantidad rara vez emula a la calidad 
 
Como ejemplo, un botón: volviendo de un largo viaje en tren, pegué hebra con una joven universitaria, que se interesó por mi lectura del momento. Entablamos agradable conversación, pues se trataba de una persona con intereses intelectuales y curiosidad. Cuando a su pregunta de a qué me dedicaba le contesté que escribía, principalmente, de cine y temas afines, me interrogó inmediatamente después, educadamente, sobre mis gustos y preferencias al respecto. Yo le comenté algo muy parecido al inicio de estas líneas: que cada vez veía más y me gustaba más el cine mudo. Con total ingenuidad, y sin atisbo de pudor alguno, ella se mostró sorprendida y me preguntó a su vez qué interés podía tener hoy, cuando el cine es sonoro y en color, ver películas antiguas, carentes como mínimo de estos dos aspectos “esenciales”. Hubiera sido un error por mi parte mostrarme indignado, condescendiente o superior. La pregunta no carecía en absoluto de lógica ni de motivo. De hecho, tardé unos segundos en buscar la manera de expresar verbalmente lo que deseaba transmitir a mi compañera de viaje. Finalmente, atiné a decirle si creía que, por el hecho de que hoy las pinturas acrílicas, las técnicas de estampación o incluso los programas gráficos de software, permitan una perfección imposible en épocas pasadas en el color, la reproducción, la perspectiva o el diseño, eso significaba que las obras de Miguel Ángel, Leonardo, Rafael o, más atrás aún, las pinturas de Altamira, carecían de interés, calidad o incluso de algo más valioso que la modernidad y la perfección técnica: eternidad. Naturalmente, ella entendió de inmediato mi respuesta, pero pude ver por su expresión que jamás, en ningún momento, se le hubiera ocurrido aplicar antes este criterio, perfectamente asumido y lógico para cualquier otra disciplina, al arte y la industria del cine.
 
Por increíble que parezca, más allá de nuestras narices de cinéfilos, cinéfagos o cine(en mi caso)falologocéntricos, nadie piensa que la obra de un Griffith, un Eisenstein, un Murnau o cualquier otro ejemplo que queramos añadir al gusto, sea equivalente en su medio –el cine- a la de un Goya, un Rafael o un Picasso en la pintura. Son solo películas mudas y en blanco y negro, que no “merece” la pena ver, ya que ahora el cine es en color y sonoro. Tecnológicamente tan realista y casi tan real como la vida misma (de hecho, como nuestra vida misma: la de esos meros objetos de uso en que hemos devenido, desde nuestro quizá ya lejano origen humano).
 
¿Cómo hemos llegado a este punto? No pretendo abordar aquí tan espinoso tema. En realidad, solo quiero rescatar en el sentido expuesto, la existencia de un inabarcable mundo de la historieta, el tebeo, el cómic, o como se prefiera definir a la literatura dibujada nacida en los albores del siglo XX, similar en interés, calidad y fascinación al del cine previo a la aparición del sonido. Cine y cómic próximos no solo en el tiempo, sino también en determinados aspectos que, pese a diferencias fundamentales, se encuentran a su vez en los fundamentos de ambos medios de comunicación, en los que Arte e Industria, para bien y para mal, se dieron la mano en los comienzos de una nueva era, hoy, posiblemente, al borde de su final.
 
» Existe, como respecto al cine, una suerte pervisión
(por perversa o pervertida) de la historieta actual
como muy superior a la cultivada en su “remoto” pasado
 
Cegados por el resplandor de la aceptación del cómic como forma adulta y relevante de arte y creación intelectual, que tiene su más reciente reinvención –y reificación, en el más marxista posible de los sentidos- en la mitología creada alrededor de la así rebautizada como “Novela Gráfica”, existe, como respecto al cine, una suerte de visión (pervisión, por perversa o pervertida) de la historieta actual como muy superior a la que se cultivaba en su “remoto” pasado, en aquél lejano momento de su invención como tal. Los múltiples formatos y estilos actuales; los artistas, guionistas y editores de culto; las obras consagradas por la crítica no ya de cómic, sino generalista; las modas pasajeras pero contundentes… Todo ello, ha creado no una, sino varias generaciones de lectores de cómic que jamás han mirado más allá de lo que se viene publicando en el medio de diez o, como máximo, cincuenta años para acá. Por lo demás, cuando alguien se interesa por periodos más añejos, es solo a cuenta de la nostalgia o la erudición, en el mejor de los casos. Y, sin embargo, el cómic, la literatura dibujada, en sus inicios más arcaicos, poseía ya una sofisticación, un nivel, tanto artístico como literario, en muchas ocasiones –en todas es imposible, claro está- superior al de otras obras actuales reverenciadas o, simplemente, puestas de moda ocasionalmente por suplementos culturales y magazines televisivos.
 
Por fortuna, igual que algunas esforzadas casas editoras de DVD encuentran un singular y nunca suficientemente alabado placer en autodestruirse dando a la luz clásicos esenciales, oscuros y hasta olvidados, de los tiempos del cine mudo –que, ya sabéis, nunca fue realmente mudo… Pero esa es otra historia-, existen editoriales, a veces alejadas incluso del mundo del cómic, que están rescatando a costa de su propia salud económica –y quizá mental-, autores, personajes y obras de los primeros años de existencia, titubeante pero firme, del arte de la historieta. Mostrándonos así, precisamente, el increíble nivel artístico y creativo, la sorprendente altura y madurez, con la que nació prácticamente ya esta nueva forma de expresión.
 
La editorial Impedimenta nos ha ofrecido no hace mucho una exquisita edición de las tiras cómicas creadas por el caricaturista e ilustrador Peter Newell para el Chicago Tribune, hacia 1906, protagonizadas por una soñadora niña de nombre Polly. Aunque aún no son cómic estrictamente hablando, Las siestas de Polly, con su formato original de tira de viñetas para periódico, donde eran publicadas por entregas, las aproxima mucho más a este entonces recién nacido medio, que al mundo de la ilustración o el cuento, en el que también destacara su creador. La única diferencia real entre estas viñetas y el arte de la historieta propiamente dicho, es que todavía los textos que las acompañan figuran fuera del marco de las mismas, como texto corrido, y no en la forma característica de los globos o “bocadillos”, que se convertirían pronto en rasgo esencial, constitutivo, de la naturaleza misma del cómic. En cualquier caso, esta obra, como muchas otras contemporáneas, se encuentra en el límite justo de la aparición de la historieta y, desde el punto de vista del crítico y del historiador, merece ser tenida en cuenta. Pero lo que verdaderamente merece ser tenido en cuenta, es que Las siestas de Polly resulta, sobre todo, una auténtica joya estética y narrativa, editada como tal en la colección “El mapa del tesoro de Impedimenta”, que nos narra en series de nueve estampas (precedidas por un pequeño frontispicio) cada una, las extrañas aventuras oníricas de la pequeña e ingenua Polly, en una tradición que tiene su origen en la Alicia de Lewis Carroll y su más inmediato contemporáneo reconocible en el inmortal Little Nemo in Slumberland de Winsor McCay.
 
»Las siestas de Polly de Peter Newell se halla
en el límite justo de la aparición de la historieta 
 
Sin embargo, allí donde el genial McKay es todo barroquismo, exceso y delirio Art Nouveau, preludio en forma de historieta de las excentricidades de los Surrealistas como Dalí, Ernst o Magritte, Newell resulta exquisitamente sencillo, parco en recursos gráficos, pero de un rigor y elegancia próximos al Art Decó más depurado. Peter Newell (1862-1924), fue un ilustrador y creador de libros infantiles –de esos para niños listos de todas las edades, claro-, reconocido hoy por quienes saben de estas cosas como uno de los genios del género en Estados Unidos, y uno de sus mejores ejemplos dentro de la tradición del nonsense, quizás solo superado mucho después por el Dr. Seuss. Newell no se limitó a ilustrar magistralmente obras de Mark Twain, John Kendrick Bangs –autor, por cierto, a recuperar urgentemente- o el propio Carroll, y a dibujar caricaturas y poemas satíricos ilustrados para revistas tan populares como Harper´s Bazaar, The Saturday Evening Post o el Scribner´s Magazine, entre otras, sino que creó y diseño personalmente libros-objeto, cuentos que son al tiempo forma y contenido unificado por un diseño tan inventivo e ingenioso como bienhumorado, hoy considerados clásicos: Topsys and Turvys, cuyas viñetas han de verse tanto de arriba abajo como de abajo arriba para entender su sentido (o sentidos); The Slant Book, libro en forma de romboide que cuenta (y forma parte al tiempo de) la caída ininterrumpida, a toda velocidad y en pendiente, del cochecito de un bebé, a través de las calles de la gran ciudad; o The Hole Book, donde un agujero literal en el centro de las páginas y cubiertas del libro señala el paso de un proyectil que atraviesa todo un edificio de apartamentos… Divertidas e imaginativas maravillas no solo de la literatura ilustrada, sino del arte del libro y la edición.
 
Con Las siestas de Polly, Newell se aproximó mucho al naciente medio de la historieta, aunque, curiosamente, sin atreverse a dar el paso definitivo. No obstante, puede y debe considerársele precedente y pionero del mismo, al margen de lo cual, como ya se dijo, las ingenuas y extravagantes aventuras oníricas de Polly constituyen una verdadera delicia, llena de humor, fantasía y criaturas extraordinarias (por citar el ejemplo que abre las diecisiete historietas que componen el volumen de Impedimenta: Spider, el gato-araña), narradas con un dinamismo casi cinematográfico –lo que puede comprobarse si se hacen correr las páginas del libro con el pulgar, manteniendo la mirada fija sobre las ilustraciones, situadas siempre a la derecha-, y con un depurado estilo gráfico, reminiscente de la época y lleno de color, delicadeza y armonía geométrica, recuperado con esmero, cabría decir más propiamente restaurado, para esta exquisita edición de Impedimenta, a cuyo diseño habría dado aprobación sin duda el propio Newell.
 
Allí donde Newell se mostró tímido al experimentar con el formato de la tira para prensa, Frederick Burr Opper, siguiendo el ejemplo de otros como Richard Outcault o Rudolph Dirks, no dudó en dar el paso definitivo, utilizando para sus comic strips destinadas a los periódicos el recurso del “bocadillo”, convirtiéndose así no ya en precursor, sino en verdadero pionero y cultivador del nuevo arte de la historieta. Opper (1857-1937), pudo compartir quizá las páginas de algunas de las revistas para las que dibujaba también Newell, pues trabajó como caricaturista e ilustrador en publicaciones como el St. Nicholas Magazine, el Frank Leslie´s Weekly o el Scribner´s Monthly, entre otras muchas, además de ilustrar libros de Twain, Edgar Wilson Nye y otros autores. En 1899 fue contratado por William Randolph Hearst, para su New York Journal, donde vio la luz la que sería su creación más popular y carismática: Happy Hooligan, de la que acaba de publicarse en nuestro país una selección de sus tiras, editada por Laertes en forma de álbum en su colección de cómic. 
 
» Frederick Burr Opper dio el paso definitivo
al utilizar el “bocadillo” para sus comic strips
 
Desde 1900 hasta 1932, las aventuras de Happy Hooligan se convirtieron en una de las expresiones más exitosas y queridas de la cultura popular estadounidense, llegando a despertar la admiración de presidentes como Hoover o Coolidge, de poetas como el italiano Attilio Bertolucci o colegas posteriores como Alex Raymond. No es de extrañar, pues Happy Hooligan ha resistido con enorme frescura –quizá el mejor término para referirse a él- el implacable paso del tiempo, y, si por un lado, nos resulta tanto gráfica como literariamente, ejemplo perfecto del humor y el estilo caricaturesco de su época, por otro, su carácter entrañablemente caótico, anárquico y siempre bienintencionado, resulta igualmente demoledor, divertido e iconoclasta hoy como entonces.
 
Happy es un ingenuo vagabundo algo desastrado, que siempre con las mejores intenciones, acaba sembrando el caos a su alrededor, para terminar siendo víctima de las brutales fuerzas del orden –un sempiterno policía o policías con mostacho, digno de los Keystone Cops-, en un cúmulo de equívocos y gags continuos, que ponen a prueba la inagotable inventiva de Opper. Junto a Happy aparecen habitualmente otros personajes secundarios no menos carismáticos, aparte del policía represor y mal encarado, como su pragmático y materialista hermano, su primo aristócrata y atolondrado, o sus llorosos tres sobrinos, que le acompañan en sus desopilantes desventuras, que le llevarán a viajar –y ser detenido siempre- por Inglaterra o Francia, entre otros lugares.
 
El estilo gráfico de Opper, donde, como se ha dicho, se integra ya por completo el uso de globos para encuadrar los diálogos de los personajes, es absolutamente funcional y enérgico, con ese aire de familia propio de la mayoría de los caricaturistas y pioneros de la historieta estadounidenses de la época o ligeramente posteriores –los citados Outcault y Dirks, pero también Feininger, Herriman, Segar, Sullivan, McManus, etc., etc.-, sin que ello quiera decir que carezca de un sello personal e inconfundible (por otro lado, como el resto de sus colegas). Ese mismo “aire” cuyo descendiente actual y reelaborador más popular puede reconocerse fácilmente en el Matt Groening de Los Simpson (vía el viejo underground de Crumb y los demás).
 
Pero quizá lo que más impacta en el lector actual, gracias a la afortunada selección presentada por Laertes, es el carácter singular, especialmente logrado, del propio Happy. No es extraño que se convirtiera en la creación gráfica más popular en los Estados Unidos –y buena parte del mundo-, hasta poco antes de la llegada del diabólico Ratón Mickey. Happy Hooligan es un hombre tan bueno, amable y preocupado por el prójimo, que inevitablemente se hace acreedor de los mayores equívocos, accidentes y desdichas, mientras su cínico hermano suele aprovechar la ganancia final, como reflejo irónico de la injustica esencial de la vida misma. Pero a pesar de ello, Happy no aprende. No se convierte nunca en un personaje amargado, cínico como su pariente o siquiera precavido. Una y otra vez, su bondad provoca que acabe dando injustamente con sus huesos en la cárcel, acusado de las mayores –y más falsas- felonías, cuando precisamente se empeñaba en ayudar a cualquier precio a su más cercano congénere. El resultado en conjunto de esta imparable sucesión de elaborados gags, que no dejan de evocar obviamente el cine cómico mudo contemporáneo de su creador, es el establecimiento de una atmósfera general sutilmente anárquica y hasta anarquista, que denuncia oblicua pero inequívocamente el absurdo de la represión institucional, la injusticia sistemática de la sociedad y cómo los personajes de fuste, burgueses biempensantes, aristócratas y reyes, damas de sociedad y policías lacayos al servicio del orden establecido, son quienes realmente se dejan llevar por su malicia, desconfianza, codicia, miedo y mezquindad connaturales, interpretando errónea e interesadamente las situaciones equívocas que la bondad de Happy ha provocado accidentalmente. El humor y el mensaje tácito de Opper resultan todavía, sin duda, perfectamente relevantes y aplicables en la actualidad: Happy Hooligan, mezcla del Vagabundo de Chaplin –carente de su malicia- y del marxismo de los Hermanos Marx, con mucho de la ingenuidad de Harold Lloyd, sigue siendo hoy un terrorista involuntario, un anarquista violento sin saberlo, que violenta a la sociedad, poniéndola en evidencia constantemente con su bondad intrínseca y nobles sentimientos a prueba de bombas.
 
» Quizá sean Las siestas de Polly o Happy Hooligan
obras mucho más adultas, maduras y sofisticadas
que el más reciente número de Lobezno o Superman
 
Las siestas de Polly de Peter Newell y Happy Hooligan de Frederick Burr Opper, son dos obras enmarcadas dentro de la prehistoria y la primera historia del cómic, la literatura dibujada. Ese lenguaje increíblemente complejo y popular al tiempo, en el que cabe y ha cabido siempre, claro está, el más amplio espectro posible de la expresión artística e intelectual humana. Si bien aquí me interesa, sobre todo, resaltar que, aun tratándose de ejemplos pioneros del medio, ambos poseen una sofisticación tanto gráfica como literaria, una capacidad para transmitir sus contenidos específicamente a través de la forma de la historieta o tira ilustrada –comic strip-, que muestra ya un enorme grado de desarrollo, ambición y éxito. Como ocurre con el cine mudo –sin querer tampoco abundar en paralelismos que no deben conducir a equívoco: cine y cómic son lenguajes bien distintos-, la historieta alcanzó ya en sus comienzos y primeros tiempos un nivel de elaboración, calidad y madurez que no ha sido superado, sino simplemente reelaborado, expandido o reinventado –como también a menudo olvidado, traicionado o desviado- por artistas modernos y actuales.
 
El hablar a menudo, a falta de adjetivos mejores, de historieta o cine “primitivos”, “pioneros”, “antiguos”, puede llevarnos al equívoco de olvidar que una de las cosas que ambas artes comparten es, sobre todo, ser puntos de inflexión, pero también resumen, epígono y un todo mayor que sus partes, de tradiciones artísticas y medios de expresión milenarios, llevados ya antes por separado y en distintas combinaciones, hasta cotas de altura difícilmente igualables. La literatura dibujada es heredera de la pintura, la novela, la ilustración, la narración secuencial, el libro ilustrado, la caricatura periodística, el cartel publicitario, los tableaux, los pliegos de ciego, los manuscritos iluminados medievales, los pictogramas y los ideogramas… Por eso, no es difícil entender que en la época de su aparición y consolidación formal, en los albores mismos del siglo XX, podamos encontrar ya en ella obras maestras sin parangón. El hecho de que no fueran diseñadas por ordenador, impresas con técnicas digitales, colgadas en la web o coloreadas con aérografo, no debería hacernos creer que resultan inferiores, “primitivas” o más “infantiles” que sus descendientes actuales.
 
En realidad, sin querer generalizar ni ofender, es probable que Las siestas de Polly o Happy Hooligan sean obras mucho más adultas, maduras y sofisticadas, que el más reciente número de Lobezno o Superman, y hasta que algunas “Novelas Gráficas” que, con toda seguridad, no existirían de no existir previamente el ejemplo de artistas primigenios como Newell, Opper y sus contemporáneos. Vale la pena mirar atrás sin ira, porque existen todavía algunos placeres que solo encontraremos allí.   
 
 
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Jesús Palacios es analista cinematográfico y escritor. 

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